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Educación institucionalizada 2

Estuve algunos años en la universidad Autónoma de Barcelona, presuntamente estaba allí para estudiar la carrera de abogacía. ¿Cómo llegué allí siendo yo, desde mi infancia, un antinomista instintivo? Creo que en eso tuvo algo que ver la sociedad y sus exigencias. A pesar de todo, fueron unos años hermosos, llenos de luz y florecimiento. A lo largo de tres años aprobé únicamente la asignatura de derecho constitucional, y tuve que usar el ingenio para ello. El día antes del examen – recuerdo – me dirigí a una imprenta y le pedí al empleado que con una guillotina seccionara los márgenes del manual de derecho constitucional, de manera que aquel libro quedó reducido a un tamaño casi de bolsillo, perfecto para abrirlo durante el examen y trasladar al papel todas aquellas estupideces que allí estaban escritas. El resto de compañeras y compañeros hicieron lo mismo, sólo que ellos tuvieron que seccionar su Tiempo para meter toda aquella basura en sus cabezas y vomitarla luego en el papel. Pasados dos meses, en Agosto, ninguno de nosotros/as recordaba nada de lo que decía aquél manual. Hay una enorme diferencia entre memorizar y comprender, y allí no se fomentaba la comprensión, sino un trabajo semejante al que realizan los caballos de carreras. Por otro lado, aquellos tres años de universidad fueron maravillosos; me dedicaba todo el tiempo a deambular por los jardines leyendo a Herman Hesse, a Kerouac, a Miller…, a tocar el bong o los timbales sentado entre un corro de gente, charlando de la vida, o nos íbamos a cortar la autopista en protesta contra la guerra de Irak. Había una chica, Silvia, mi primer amor verdadero, y también dediqué aquellos años a escribirle mil poemas y letras de canción, y a hacer el amor en los baños de la facultad de derecho. Fueron años llenos de plenitud y dicha que de vez en cuando, tanto tiempo después, aun aparecen en mis mejores sueños. Esta perspectiva, claro está, fue radicalmente distinta a la que observaron mis padres cuando descubrieron que había estado allí tumbado tomando el sol y viendo correr el pequeño riachuelo. Ellos habían pagado la matrícula y mi manutención; se sintieron estafados y de una u otra manera acabé doblando hierros en la forja de mi padre. Me sentí culpable entonces, pero poco después descubrí que quien había sido estafado fui yo. La sociedad, y mis padres forman parte de ella, nunca se acercaron lo suficiente a mi esencia como para comprender mi naturaleza, y la realización viene siempre a través de la propia naturaleza, no de la idea que tiene preparada para uno la sociedad. En aquellos días pululaba por allí, por los jardines aledaños a la plaza cívica, un tipo sumamente interesante que enseguida llamó mi atención y pronto nos hicimos colegas. Él era un hindú excepcionalmente peculiar, estaba matriculado en la facultad de filosofía. Según me confesó un día, mientras tomábamos el té sobre las briznas de hierba, a su juicio, toda la filosofía de Occidente era una estupidez, una serie de especulaciones que a su modo de ver, conducían al hombre y a la mujer a callejones sin salida, a pequeñas comprensiones que abarcaban siempre una parte de la esencia humana, pero nunca el Todo. Solía explicarme que todos estos escolásticos de Kant, de Aristóteles, o de Nieszche, se equivocaban en su enfoque desde el mismo punto de partida, desde la base, desde la raíz: intentaban dar una explicación al mundo y sus problemas buscando en el exterior, en la sociedad, en los dioses, en el hombre o la mujer como individuos aislados, mientras en Oriente – decía – el viaje que conducía a las respuestas era un viaje siempre hacia el interior, hacia la esencia, hacia el núcleo de la vida. Para argüir esto, cuando yo le cuestionaba, soltaba un argumento tan sólido como un bloque de cemento: ninguno de estos filósofos había alcanzado la felicidad, muchos se suicidaron, otros acabaron maniatados entre las paredes del manicomio, y los menos infelices, desperdiciaron su vida encerrados en un cuartucho desarrollando sus teorías mientras el sol lucía esplendente ahí fuera. Muchas veces me pregunté qué hacía un tipo como aquél estudiando las ideas de hombres que repudiaba. Cierto día lo vi sentado en un banco con un libro de Aristóteles entre las manos. Cuando me acerqué observé en su rostro un misterioso fenómeno: la mueca de su boca esbozaba una especie de media sonrisa, pero cuando miré en sus ojos pude ver una profunda tristeza; su rostro entero reflejaba esa clase de sentimiento que se tiene cuando uno se siente defraudado y a la vez alegre por haber llegado a puerto, a algún tipo de comprensión trascendental. Entonces comprendí toda la cosa: el tipo estudiaba filosofía justamente para aniquilar, para desembarazarse de toda la filosofía con que la sociedad, muy sucintamente, le había hecho tragar. Quería hacer brotar en su interior una especie de Jack El Destripador que seccionara todo aquél aprendizaje forzado, punto por punto, desde Aristóteles a Spengler, pasando por Kant, Schopenhauer y el resto. Recuerdo que sólo otorgaba cierta validez a las ideas de Diógenes, Epicuro, Aristipo de Cirene, Sócrates y algún otro perro viejo. Después de aquél día, no volví a ver a Kiran. Llegué a la conclusión de que ya había tenido suficiente y sencillamente se esfumó. Fue él quién en mitad de nuestras charlas infinitas me contó esta historia…

Es la historia de cierto abogado que se convirtió en el mejor notario de Austria. Pongamos que el tipo se llamaba Maximilian Sprenger, pues no recuerdo su nombre real. Él había estudiado en la universidad de Innsbruck, una de las más antiguas y prestigiosas del país. Tras una ardua preparación y pingüe experiencia en pleitos y signaturas, se fue haciendo una gran reputación, hasta que un día fue nombrado presidente de la Sociedad Nacional de Notarios. El día de su nombramiento hubo una gran celebración en su honor, allí acudieron todos sus colegas de profesión y decenas de admiradores de su trabajo. Pero durante la celebración, él estaba triste. Entonces un amigo, advirtiendo su estado de ánimo alicaído, se le acercó y le preguntó:

– ¿Por qué pareces tan triste…? Deberías ser el hombre más feliz de la tierra…, te has convertido en el mejor notario y nadie puede hacerte la competencia… El mayor honor para un notario es convertirse en presidente de la Sociedad Nacional, ¿porque estás tan triste?

A lo que Maximilian, con el rostro afligido, contestó:

– Nunca quise ser notario. He triunfado en algo que nunca quise, y ahora no sé cómo escapar de ello. Si hubiese sido un fracasado tendría una oportunidad, pero ahora no tengo escapatoria posible – replicó –

– Debes estar de broma, – dijo su amigo – pero… ¿qué estás diciendo?. Tu familia es feliz, tu esposa es feliz, tus hijos son felices, todo el mundo está encantado y todos te respetan.

El notario respondió:

– Pero yo no puedo respetarme a mi mismo, y eso es lo principal. Yo quería ser pintor, pero mis padres no me lo permitieron y tuve que obedecerlos, fui un cobarde, y ahora no me hace feliz ser el mejor notario. Soy desgraciado porque soy el peor pintor del país. No sé pintar, y ese es el problema.

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