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blog 384 tuning

Saltaba sobre las tabletas Kindem como un glotón, rajaba el envoltorio de una sola tacada -Zziiiiip-y después de amasar la pasta de cacao igual que una hormigonera, las engullía garganta abajo sin detenerse a saborear demasiado. El demonio de la ansiedad arañaba sus paredes internas enfurismado como aquél gato que una vez Jiphy había fumigado con parafina; sí, las horas se estrechaban y permanecía cada vez más nervioso.  De manera algo incongruguente se había atiborrado a base de tazones de café, lo menos ocho o diez, y tenía tanta cafeína en el cuerpo que pondría a cualquiera los pelos de punta. Se lavó los dientes por quincuagésima vez y guardó el cepillo en el bolsillo del traje. Este extraño rito se manifestaba en él cuando se hallaba nervioso; tomaba café como un loco y no cesaba de lavarse los dientes a cada rato. Al fin el nudo de la corbata que coronaba el Esmoquin había quedado del todo bien dispuesto engalanando todo el conjunto; traje negro con caída de pingüino, pantalones con raya, tan bien plisada como una autopista, y botines de brillante piel. No recordaba si había cerrado adecuadamente las presillas del estuche donde guardaba el violín cuando había que moverse, estaba revisando los cierres cuando sonó el timbre igual que un grillo eléctrico ¡rip riip!. Cerró el estuche del violín como un relámpago y bajó volando los cuarenta escalones hasta la portería. El delegado junto con el chófer lo esperaban afuera.

En la calle flotaba esa niebla alta que emborrona las aristas de las azoteas y también esa que corre a pie de calle, a la altura de las rodillas, tan típica de Praga en invierno. El coche de la delegación se deslizó a ritmo lento a través de las calles empedradas con la ruedas emitiendo un continuo flop flop que repicaba en sus oídos despistándole en el  repaso mental de las partituras que, aunque iba a tenerlas delante durante la interpretación, le gustaba imaginarlas sonando ordenadamente en su cabeza. Un tumulto se agolpaba en la puerta del edificio de La Opera. Contempló la umbría fachada, los dentados escalones de piedra que ascendían hasta la entrada, los retorcidos grabados que adornaban el friso, el portón de par en par abierto con las enormes planchas de roble como dos orejas que escapaban de la cabeza.

La avejentada berlina negra, con dos banderines de la delegación ondulando en el capó, se detuvo frente a una de las puertas laterales, el perfil de las ruedas contra el borde de la acera provocó un chirrido de caucho asfixiado. Enseguida se acordó de la piedra Pómez contra la pared de pizarra de su infancia. De alguna manera se sentía alejado de todo lo que veía, en su mundo interno la música sonaba incesante y armoniosamente. Había esperado su debut con santa paciencia, entregado en recitales menores que afrontaba con infinita pasión, empecinado como un buey en el estudio de los inimaginables vericuetos del solfeo, robándose a diario horas de sueño a fin de pulir su técnica para mantenerse afirmado en su genio cuando llegara tal día como hoy.

El camerino desprendía un olor fuerte a naftalina y al cuero viejo de los sillones de Barathea situados frente a cada espejo; las colgantes cortinas de arpillera, los biombos con ruedines oxidados, la tapicería con quemaduras, todos los objetos sobre los que ponía los ojos hacían que aquello le pareciera un lugar enmohecido y caducado. Por allí rondaban, cada uno embebido en el repaso de su obra, los otros artistas que copaban el cartel del festival. Le pareció distinguir flotando por allí a la poeta Luna Menguante, recitando algún poema en silencio. Fue aquella muchacha de rostro melancólico que le recordaba a un felino recién nacido, Luna Menguante, quien salió a escena en primer lugar. El siguiente sería él, y finalmente actuaría el físico Kwangu Sinderale, el Agitador de Guisantes. Éste pájaro –pensó para sí- debe salir a escena con todas esas barillas arrancadas de la parabólica y radio-receptores de frecuencia Beta y bolsas de guisante congelado y poner a danzar a las pequeñas bolitas verdes ; yo sólo tengo que hacer lo que hago cada día, oír cantar a mi violín. Y esto le resultaba asombroso y divertido, sentía un gran anhelo por probar la impresionabilidad del público al verle desvestir una a una las sesudas partituras de Ludwig. ¡Qué imponente resultaría el auditorio principal de toda Chequia! En sus lucubraciones paseaba por dentro de sus paredes y recordaba todo el inmueble tachonado de ribetes dorados y madera muy cara y muy señorial, roble o cedro o fresno americano, y lo menos cuatro plantas con sus cuatro palcos donde unos señores distinguidos se empolvan con rape y de vez en cuando estiran sus bigotes mientras aguzan el oído o echan un vistazo con uno de esos formidables monóculos. ¡Aupa! Ésta vez seré yo –se dijo- quien esté en el centro del monóculo.

Cuando se miró hacia adentro vio que tenía el convencimiento de acero. Las notas rodarían pendiente abajo como vagonetas mineras que pierden la vía y se quedan flotando en el negro vacío. Pasaría del modo más natural, sin forzar un sólo pensamiento, únicamente manteniendo la sangre a la temperatura del violín y las cuerdas. Tal vez fuera cosa del nerviosismo que uno siente antes de exponerse en la palestra, no sé si te ha pasado…, donde uno no es más que la formidable mangosta atravesada por un alfiler en mitad del tórax que permanece clavada al corcho, y debe provocar la miel y las alharacas del Ojo Único. Cuando uno es el asno que dice “ji jo, ji jo” y levanta las orejas y ve que todos están tan risueños y del mejor júbilo y entonces sabe que debe seguir y seguir, seguir a tientas, en blanco o boqueando, seguir hasta fragmentarse en virutas sólo porque la cadencia no se puede detener, sólo porque el aeroplano no puede detenerse en pleno vuelo, ¡Eh Harry, ni se te ocurra apagar los motores ahí arriba!; la cosa es seguir y seguir, seguir adelante o caer. Quizá podría encausar ese enigmático silencio proveniente del auditorio a su estado de contención zen y tuercas apretadas hasta la cabeza del tornillo, y al estar de aquí para allá, dando grandes zancos entre las bambalinas, mientras repasaba concienzudamente todos los puntos flacos de su técnica en Vibratto…, el caso es que de pronto advirtió que durante todo el lapso de tiempo transcurrido desde que la poeta había salido a escena, unos veinte minutos, no había llegado a sus oídos ningún sonido de la representación, ningún clamor, ningún run run de voces apocadas, ningún aplauso, ni siquiera un abucheo; nada. Silencio. Silencio… Un silencio extraño que no era  pura ausencia de ruido si no algo más sutil, lo que queda cuando todos callan al unísono, un silencio expectante y alargado. Un misterioso silencio Chino. Seguro que entre los camerinos y el auditorio –se dijo- habrá un largo pasillo, uno como el que une el metropolitano en Mustek con la boca que se abre en plaza Jungmann, ¡o acaso esa Luna lo esté elaborando tan fina y sensitivamente que los ha dejado a todos mudos y blanditos como Donut´s!

Luna Menguante surgió de detrás de uno de los biombos, había terminado su recital. Un vestido de talle corto blanco virginal y dentro la figura estilizada de la poeta que negaba con la cabeza lo que quiera que fuese que hablaba con su interlocutor. Tras verla un segundo, advirtió que algo tétrico había golpeado su pupila, algo decididamente siniestro y funeral en la presencia que desprendía la chica, algo cuyo detonante se le escapaba. Pero en este momento todo en él era paroxismo e inquietud por subir a tocar y batía alas como una blanda paloma que encara su vuelo, y la intuición siniestra que le había infundado la imagen de Luna se disolvió enseguida. Entonces uno de los tramoyistas enfocó hacía él la danzarina luz de la linterna y le dijo; – tú turno muchacho-.

blog 381 grande julien picaud

(Collage de Julien Picaud)

El negro telón de franela permanecía cerrado. Subió un par de escalones y caminó hacia el centro del escenario. A cada paso podía oír el el zuap zuap de sus suelas contra el entarimado de madera. Aquél silencio callado persistía, lo envolvía todo. ¡Éste debe ser un público enterado y respetuoso!- pensó-. Dispuso las partituras en el atril, abrió el estuche, tomó el violín como quien acuna a un recién nacido, se sentó y lo acomodó contra el pecho. Resiguió entonces con la yema del dedo cada una de las cuatro cuerdas de tripa en una caricia de reconocimiento, tal era su costumbre, y lo mismo hizo con las crines y la madera del arco. Ahora respiraría profundamente hasta fijar en su cabeza la imagen que una y otra vez había evocado antes de ejecutar cualquier pieza, su cable con la iluminación, su talismán, su mar amiga, la sagrada imagen de esa mujer blanca y abierta sobre las briznas a quien él empezaba a frotar a con suma delicadeza. El click se había producido. Empezaba con un Spiccato en La menor donde el vigoroso dedo –soñaba- descendía a través del plexo apartando la castaña melena, bajaba por el abdomen haciendo un salto en el ombligo e iba a morir a la embreada vulva. Aquí el arco se empleaba suavemente durante unos diez segundos, arriba y abajo, salpicando Does y Soles menores alternativamente en un simpático Trémolo. Según requería la obra, se había previsto que el telón se abriera a los treinta segundos de la interpretación, coincidiendo con la primera gran fuga del movimiento. Las pesadas cortinas del telón se desplazaron lentamente, arrastrando los faldones como una mopa. Entonces ante él, quedó desplegada la dantesca estampa.  No podía dar crédito a lo que tenía delante. Sus ojos clavados en el auditorio se abrieron hasta sus límites últimos, hasta rasgar las comisuras, dejando a la vista donde debieran estar sus ojos dos bolas de acero al rojo. Tenía delante el signo mismo de la insania. Una instantánea demente propia de los degolladeros de cerdos y mataderos, un jodido pandemonio de muerte y aberración, un infierno Quevediando donde rezumante aún, la carne abierta borboteaba sangre dondequiera que fijara la mirada. Todos los asistentes habían sido macabramente asesinados. Las fláccidas vísceras y órganos gelatinosos colgaban de los cuerpos por un delgado hilo. Los pies amputados estaban repartidos aquí y allá, las manos y antebrazos, las rojas entrañas salpicadas por toda la platea, los blancos sesos emplastados en la tarima, en el reposa-brazos, los hígados y bazos y riñones violáceos sobre viscosos charcos bermejos y brillantes. Un cuerpo sin cabeza gobernaba la primera fila, ésta había rodado unos metros más allá hasta quedar encajada bajo una butaca, el cerúleo rostro aún mostraba una lamentable sonrisa inmortalizada por la sección, junto a ella un puñado de dientes sueltos esplendían sobre la moqueta. Inermes cabezas colgantes estaban vencidas sobre los respaldos con la lengua fuera, con las entrañas abiertas sobre regueros que serpenteaban en el suelo, y todas esas miradas, ¡dios del cielo!, todas esas miradas detenidas de súbito. En el breve segundo que duró la aceptación de lo que estaba viendo, su cerebro racional digirió aquella carnicería a duras penas, sugiriendo el vómito, la tribulación, las lágrimas, el bloqueo… pero sin embargo, su cerebro derecho, el encargado de la espontaneidad y la artes, había sido adiestrado para ser impermeable al medio de tal manera, con tanto rigor, que en aquél primer segundo de estupor su mano siguió templada sobre el arco, interpretando de manera insolente, alegre y despreocupada. De pronto le vino el recuerdo del enigmático silencio previo. Recordó entonces el semblante de la poetisa minutos antes, el derrotismo y pena infinitos que transmitía, el estupor, el frío, el doblegamiento de su espíritu sensible. Su mano seguía con firmeza, ineluctable, aplicando el arco sobre las cuerdas, frotando con tibieza pero sin cesar a lo largo de las escalas, evocando las melodías del viejo Beethoven. Entonces comprendió algo; fuera cual fuese ésta siniestra prueba del destino, aquello que por azar o necesidad los trajo aquí, eso indeterminado porque adolecen científicos, filósofos y sacerdotes, “eso” había vencido a Luna Menguante, la había derrotado holgadamente hasta reducirla a un loco ataque de apoplejía al que seguiría un enorme trauma con Xánax y ansiolíticos y terapias de agua. Este pensamiento lo fastidiaba, apreciaba mucho a la joven poeta, entonces se envalentonó como un gallo borracho, ¡con éste hueso no vas a poder! –se dijo-y empezó a bruñir el arco con fruición redoblada. Tenía una idea en mente, una que quemaba de repente como un fósforo en su nuca; ¡despertaría con su tonada de violín a todos esos hijoputas liquidados de las butacas, y a los de la platea y a los de los anfiteatros de abajo y también a los de arriba, y a los abyectos señorones del palco y a esas cacatúas repintadas que tienen por mujeres! Eso era, la fuga debía seguir su curso inalterable, el desprendimiento caería por igual sobre los ciegos y los visionarios, sobre los guapos y sobre los monstruos, sobre los ricos y sobre los hambrientos, sobre los sanos y los tullidos, sobre los locos, sobre los vivos, sobre los ángeles y los parias. Todo el auditorio volvería a ponerse en pie, que coño, ¡iban a oírlo hasta en el Congo! Su mano se movía ahora con frenesí al tiempo que las delicadas marcas de agua florecían en su cabeza, rápidamente quiso poner en su mente la clara visión de un arroyo cantarín y transparente, ¡el agua! -musitó-, el agua que se cuela por las rendijas, la única fuerte y débil a un tiempo, la que se humilla y retrocede, la que vuelve y erosiona, la que se cuela en todos lados, entre el fango de las chozas y en los baños de palacio, ¡Agua!, la única absolutamente débil y, por tanto, sin una sola grieta.

Uno de esos espectros que pueden verse flotando por el extrarradio de algunas ciudades ex-soviéticas con un carrito de alambres, una de esas sombras con dientes ponzoñosos como cascos de caballo y barba grasienta que van siempre cantando con el rostro encendido por el vino, fue el primero en responder al llamado del violín. Este espectro comenzó a emitir un débil tralalá que acompañaba las notas. Se puso en pie y caminó tambaleante a lo largo de la segunda fila del gallinero, con el cráneo aún abierto, hasta sentarse a la orilla del escenario con la tonada de Beethoven en los labios mientras batía unas palmas que hacían cuencos. El Niágara corría y corría bajo el arco del violín, cada vez más liviano, a través de la infatigable melodía. Otros muchos amputados y descuajeringados empezaban a abrir los ojos y caminaban hacia los acordes que iba arrojando el violín. Se plantaban allí delante con el pecho agujereado y las piernas cruzadas y escuchaban atentos. Entretanto él seguía y seguía rasgando a su baby; ahora el Do mayor y estival, ahora Laes y Does por doquier, como confetis revueltos en el viento, luego el Do y el Si y el Re, y el agua corría, y las notas iban sobreponiéndose a la tragedia, y hasta los perezosos y los drogados despertaban, y las acuosas notas remontaban un puerto, y las notas livianas y danzarinas corriendo por los campo santos, abriendo los ataúdes, deshelando los fríos témpanos, coloreadas notas irrefrenables como bandadas de Tucanes, significantes notas aguadas que hacen un surco exactamente allí donde se abrirá el sendero. Él seguía tocando frenéticamente, dando gritos de alegría, hipnotizado, frota que frota la lamparita, bruñendo con la mano adelante y hacia atrás, arriba y abajo, siempre obnuvilado imaginando aquel cuerpo de ella, abierto y rebosante de luz sobre las briznas de hierba. Supo entonces que todo se reducía a una cuestión de fe. Todo lo que había que hacer era seguir y seguir, seguir en el dolor o en la indiferencia o en la turbación, seguir en Praga, en Belfast, en Crimea, en el Ghetto o en las paredes del manicomio, seguir firme o doblegado entre los ladridos y ante las hienas, seguir sin girarse ¡la hidra espera escondida justo ahí atrás con varios centenares de cabezas huecas!, seguir con verruga, exceso de grasa, la vesícula inflamada o Delirium Tremens, seguir para cada Juan, para cada Tom, Rosita o Jimmy, seguir para nada y para nadie. Seguir para uno. Simplemente creer y caminar sin pensar demasiado en la cosa; únicamente seguir y seguir…

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* Laszlo García se reserva los derechos de autor de este texto.