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Ha caído la primera rata. Parecía que iba a escurrirse entre las traviesas de metal pero finalmente Ghulam le ha acertado en el vientre. Se trataba de un ejemplar tremebundo. La implosión ha sido semejante a la que produce un cerote que aterriza sobre el charquito del inodoro. ¡Paff!  Un click metálico, un seco estallido y el brazo de Ghulam ha quedado suspendido en la misma posición, impávido y firme, mientras el destartalado martillo seguía escupiendo humo en su mano. No se ha desplazado un solo milímetro. Las ratas se han puesto vivarachas con el estruendo del tiro, salen ahora enloquecidas de todos los agujeros emitiendo un silbante y agónico rumor. Aparece una gran cascada de ratas dondequiera que pongo los ojos, una marabunta que asola por todas partes, a borbotones, como una gran mancha de gris petróleo, encapotada de pelo y partes rosadas, que avanza histérica y voluble. Ghulam suelta cuatro tiros dibujando una muralla china alrededor de la biga donde estamos sentados para mantenerlas a raya. Esta vez ha conseguido volverlas realmente locas. No cabe duda de que este templado amigo del Pakistán sabe manejar un arma. Resulta asombroso verlo tan plácido y calmo, embutido en una negra camiseta con una estampa de Mickel Jackson serigrafiada en el pecho, su rostro beático y despejado oteando a las ratas saltar una a una por los aires, armando una buena carnicería con esa mueca sonriente plantada en mitad del jeto. Tariq se encuentra unos metros más allá. Tiene el teléfono echando humo pegado a la oreja, da un brinco para que las ratas no se lo merienden y sigue de palique con su novia como si tal cosa, sentado en las oxidadas escaleras del vagón, con las patas colgando sobre las inquietas cabezas negras. Hemos llegado hasta aquí con el viejo Peugeot de Tariq. Un lugar ilocalizable en los mapas del ayuntamiento . Descuajeringados, laxos y drogados hasta los ojos, en algún ignoto punto entre Bonastre, Barcelona y La ciudad de los Atlantes, con una estúpida sonrisa torcida en mitad del rostro.

Podría ser el siglo XIX cuando uno se encuentra aquí; todo presenta un matiz desgastado, las tablas raídas y abiertas a lo largo del andén, los oxidados tramos de vía, el descuajeringado edificio de la estación, los robles y pinedas cenicientas. Este anacronismo me encandiló desde el primer día. A menudo, cuando la cosa se pone grave, alguno de mis vecinos del Pakistán se acerca hasta esta vieja estación de tren buscando algún tipo de tregua. Algunas veces tras un faux pas también yo me dejo caer en esta explanada. Resulta un lugar apacible rodeado de pequeños picachos, una estación de tren en ruinas, un ramal de vías muertas; de lo mejorcito para desprenderse por unas horas de la hastiada civilización.

Reverbera el sol allí arriba como un fogón de gas, tembloroso aún, pero a cada minuto más y más afianzado sobre la caseta donde el antiguo guardabarreras hacía girar la agujas de las vías tiempo atrás, cuando se establecieron las grandes líneas que corren a lo largo de la costa y el tráfico ferroviario que circulaba de la península hacia Europa pasaba por este lugar. Vías muertas que rajan las tierras de la vid y son tragadas por la boca de algún túnel para revivir más tarde allí, tan lejos que la mirada flaquea, como un brillo dorado que va resiguiendo la orilla; todo un puñado de cabellos de Paladio que se pierden entre la falda de las Serralades Litorals.

Me froto los ojos, caliento mis manos exhalando una vaharada de cálido aliento y enciendo un Chester mientras me pongo a pensar en la truculenta noche pasada. Uno jamás es consciente de las barbaridades que ha llevado a cabo durante la noche hasta que asoma la mañana, la mañana después, cuando consigue despegar el alcohol y los stupefacients que habían quedado adheridos al cerebro como un molusco y verter una mirada serena sobre el estado de las cosas. Me aterrorizo como una gallina de Guinea al ponerme a recordar. Poco a poco las imágenes van sucediéndose, se desembarazan de la cascara y surgen como nuevos y frescos polluelos. En este goteo veo la sombría figura de Ghulam, acodado contra la barra del After con ojos de loco, completamente poseído y desorbitado, vigilando a Camille como un halcón mientras el tipo del tatuaje en el cuello se acercaba a coquetear con ella. Tariq que salta igual que un muelle del taburete, como uno de esos ventrílocuos que están escondidos dentro de una caja mágica, y mira a Ghulam queriendo decir; ése listo está sobrepasándose con tu chica. Éste espera con la mirada condensada en la escena, su pecho se hincha y suelta el aire tranquilamente, con las costillas destacándose como el fuelle de un acordeón. Debía estar yo parloteando en algún rincón de la pista de baile, sin perder bocado de lo que estaba pasando. A lo largo de la noche me sentía expansivo y relajado, gozando de un día propicio después de pasar largos días en la mala, incluso estaba a punto de conseguir la dirección de una sílfide danesa con un rizado coiffure sobre la cabeza y largas piernas lechosas bajo un vestido azul, pero al ver la mano del tipo tatuado bucear en la entrepierna de Camille pensé ¡Se fini!. Comprendí que la noche iba a cambiar de signo rápidamente. Iba a tomar la mala senda.

Forcejeo conmigo hasta que logro aislar una serie de secuencias de la pasada noche, imágenes vagas que se presentan en mi chola como ráfagas intermitentes envueltas entre la frondosa nébula. La visión de tres gorilas con una altura de doscientos centímetros, arrojándonos como una percha cubierta por un traje barato a los aparcamientos de la P 16. Los tres tirados en el suelo. Un tumulto histérico apiñado alrededor, buitres  frotándose las manos y sonriendo porque les ha tocado palco en primera fila. Entre el pandemonio, el fulano del escorpión tatuado en el cuello, seguido de tres o cuatro de sus secuaces recién salidos del matadero que hacen su aparición, las cabezas rapadas, los músculos hinchados por alguna válvula, escupiendo entre dientes con las miradas enfermas de Tétano. Dan pequeños pasos apoyando las puntillas con las piernas arqueadas al estilo de Wyatt Earp, se abren paso entre el círculo de infelices que nos rodean como a bestias exóticas y se quedan plantados frente a nosotros. Uno de ellos parece el más excitado, lleva en el cuello el famoso collar del poder blanco y es el primero en lanzarse a patear a Tariq. Camille suelta un espeluznante chillido. Permanece fuera de sí, inmovilizada por unos tipos que la agarran como un árbol. Reparo en una gilipollas de extranjera mellada al lado de Camille, inmediatamente ha sacado su Iphone del bolso  -¡Mon dieu! ¡mon dieu!  va musitando-, mientras se dispone para grabarlo todo. El tipo con el escorpión grabado en el cuello, y otros dos o tres matarifes atiborrados de coca, entran a la brega pateando a diestro y siniestro, calzados con esas botas que llevan los trabajadores de la metalurgia. Un poderoso puntapié en el hígado deja a Ghulam tirado sobre las rodillas con un delgado hilo de sangre colgando de su boca. Parece bastante feo. Me doy cuenta de que la sangre reviste unas tonalidades más oscuras cuando no se ve por televisión. Trato de espolearme a mí mismo, me digo para adentro- vamos arriba, arriba, arriba, tienes que reaccionar o estás jodido-. Apenas logro ponerme en pie cuando un duro golpe en el cogote me deja medio aturdido. Me tambaleo. Zozobro. Siento que mis músculos se vuelven mantequilla. Me desplomo y caigo de hinojos sobre las palmas de las manos. Acto seguido una tempestad de golpes se precipita sobre mi. ¿Cuántos deben ser, dos, tres? No puedo distinguirlo. Me parecen las aspas de un molino de voluntad inexorable que va a martillearme eternamente.

Los golpes llueven aquí y allá, oigo el ruido de huesos crujiendo como seca madera, un delgado pitido que atraviesa mis tímpanos, me envuelven el calor y embotamiento en las sienes. El tiempo se ha detenido y todo ocurre despaciosamente. Sube una sensación extracorpórea , igual que si mi mente permaneciera muy alejada de mi cuerpo, como si yo también estuviera entre los monstruos morbosos que nos contemplaban desde ahí afuera. No puedo detener el goteo de golpes, no puedo hacerle frente, no dejo de preguntarme cuánto durará. Nadie va a contar hasta diez, aquí no. Freddie Roach no se encuentra junto al ensogado a punto de arrojar la blanca toalla. Primero me colman la rabia e impotencia, luego acabo aceptando cada golpe, sin oponer resistencia, siento como suben en forma de latigazos nerviosos a través de la espina dorsal para acabar atenazando la nuca. Uno y otro y otro más. Internamente, intento evocar el Tao. Cielo y tierra tratan a todos como a perros de paja. Puedo aceptarlo Todo con tan sólo aceptarlo, no tratándolo de aceptar. Vive y vivirás. Confía y habrá confianza. Muere y morirás. No debo buscar el Tao porque soy el Tao, todos y cada uno de mis apéndices. Acepto cada puntapié y agradezco aún seguir respirando. Puedo verme ex proceso, como expuesto en una vitrina recibiendo el linchamiento, pero no consigo desembarazarme del dolor. El dolor duele igual, aunque duele desde aquí afuera. Suplico y rezo. Que esto acabe de una vez, de la forma que sea; pero que sea ya. En cambio no acaba y las cortinas están cerrándose. El negro telón me envuelve, me encuentro cada vez más abajo, abajo y más abajo, a cada segundo más alejado de la luz del mundo exterior que apenas adivino allí arriba como una claraboya a la que no alcanzan mis brazos. Sumergido, cada vez más sumergido y más abajo, en la espesura de la inconsciencia donde dominan el negro boca de lobo y los tonos obscuros y un silencio atroz. Las formas del exterior van diluyéndose lentamente a la par que la honda paz me colma. El collage de rostros observando entre la marabunta, los angustiosos quejidos y lamentos, la polvareda, los empeines que vienen y van… todo va emborronándose, todo parece aguado, las imágenes pierden solidez y se convierten en levísimas sombras que acaban por difuminarse del todo.

Mis párpados están a punto de uncirse para siempre cuando, un único y delgado haz de luz cae a través de la pequeña rendija de mi ojo, en mitad de la guarida en que estoy sumido, y me permite ver la testuz de Ghulam girada hacia mi. Se encuentra a escasos metros arrebujado en el suelo mientras recibe los brutales golpes. Su voz balbuce algo que no consigo captar. Advierto que me dirige una mirada de complicidad, hace una extraña mueca con la boca, algo como una media sonrisa y con la mirada lleva mi atención hacia su vientre. En esto, se voltea como un gato, saca una pistola de su abdomen y la encañona contra la rodilla del mastuerzo haciéndole un boquete de varios centímetros en mitad de la rótula. ¡POM! El estallido deja quieto a todo el mundo, incluso la desdentada franchute ha dejado caer su Nikon. El chillido del agujereado hombre es la única fisura que abre el vasto silencio, va dándose grotescos impulsos sobre la pierna sana mientras brama como un león marino fondeado entre las rocas. La Fontaine brota de su pierna con un chorro espeso. Su cabeza se ha vuelto purpúrea, las venas de su frente forman nudos a punto de estallar. Se hace un rumor de exclamaciones, alaridos y gritos de alarma. Hay un enorme revuelo entorno a nosotros. ¡Vámonos de aquí!- grita alguien. Todo el mundo sale por patas entre el bullicio, también los siniestros amigos del quejoso tullido al que Ghulam acaba de perforar, que queda en mitad del solar jimplando.

Recuerdo haberme arrastrado como una serpiente hasta el Peugeot, allí estaban Camille, Tariq y Ghulam esperando con el motor ronroneando como un gato. Me arrellané como pude en el asiento posterior, ¿Qué ha pasado allí adentro?- dije con el pulgar señalando a nuestra espalda, y justo antes de que pudieran contestar perdí el conocimiento.

 

 

blog 217 la tv

 

Me despierta el fru-fru de un abanico en la oreja. Es Camille que está aventándome. Contemplo los ojos de color almendrado. Sus lindas facciones diminutas que, bajo la maraña de pelo azabache, arremolinado por una nuit de trouble, hacen que parezca algo así como un perro de Pomerania. ¡Alain, gracias a Dios! exclama- y al momento aparecen Tariq y Ghulam, llenos de magulladuras y tachones de sangre seca, y comienzan a pellizcarme los mofletes, me hunden el dedo y me tiran de la perilla. Luego  formulan una serie de preguntas acerca de mi estado de salud, que si quiero ver a un médico, si me encuentro bien, si tengo algo feo y que si tralalá. Pregunto a Tariq si tiene algo de eso. Sale volando hasta el maletero del Peugeot y en un santiamén está de vuelta metiéndome una bolita en la boca. El faquín del coche de Tariq es algo así como la trastienda de una farmacia, al contrario que sucede con el resto de automóviles, resulta muy estimulante que alguien eche el seguro cuando uno está adentro.Parece que los cuatro hemos preferido estafar a las heridas en vez de curarlas. Como musita el refrán…” Sólo hay dos cosas que puedes hacer cuando estás mortalmente jodido, y las putas no malgastan el tiempo fumando droga”. Los cuatro estamos sanos y salvos. Respiramos tranquilos. Espontáneamente nos pasamos la mirada los unos sobre los otros. Nuestros ojos rebosan esa clase de confraternidad que surge entre unos que han doblegado juntos un duro escollo. Es en este momento que Ghulam cae víctima de uno de sus ataques de risa apoplética, que a la sazón acaba inoculándonos a todos igual que un microbio que flotara en la atmósfera.

Encuentro un lugar a parte, a la sombra de un enorme risco rodeado de arbustos que semeja un blanco rinoceronte que hubiera quedado atrapado entre la espesura. Me dejo caer junto a su vientre, sobre la hierba fresca. En el alfeizar de una de las ventanas de la estación está piando un pájaro mañanero que, con el primer tronido, bate frenéticamente las alas y levanta vuelo. Camille y Ghulam están abrazados sobre una viga, se han puesto a disparar a las alimañas, un turno por tacada. Veo a una de esas ágiles ratas que baja de la barraca que está junto a las vías del tren, luego se esfuma siguiendo las guías paralelas. Me invade un dolor agudo al intentar girar el torso. Me llevo la mano al costado, varias de mis costillas flotantes están partidas, flotando por el tórax, totalmente descoyuntadas, y con cada movimiento noto sus pinchazos contra la carne. Siento la perola inflamada, como uno de esos Tam-Tam africanos después de una sesión de iniciación a la tribu, con el cerebro terriblemente abotargado y abollado. Nada parece demasiado grave. Trato de serenarme .Tengo una enorme necesidad de aclarar mi cabeza. Masco la goma regalándome con su acre sabor, austero y campesino. Trago su aroma endemoniadamente atractivo y encandilante. Engullo toda su aura de derrotismo, sabiduría y quietud con sólo acercarlo a las aletas de la nariz. Tiens! El Gran Autonomizador  ya insufla su candela en el interior de mis esponjosos pulmones y esto supone un jarro de agua fría sobre cualquier motor que haya permanecido demasiado tiempo a punto de arder. La garganta quema a la par que la atmósfera va tornándose más grata, más querible, más amable, en tanto que el opio presta a toda cosa la cualidad de ser amada. Pronto se acerca sinuosamente esa flexibilidad espiritual, la mente despejada, las anchurosas miras. Las encías van cubriéndose de saliva mientras la boca se me hace literalmente agua. Es la bendita leche de amapolas que la Bayern tiene a bien cultivar entre sus amplias extensiones adquiridas en atención a los bazos vilicosos, hígados enmohecidos y cerebros enfermos de los parias y pobres demonios que andan siempre en pos de “un vasito de agua por favor” para verter, disolver y tragar la panacea y que mis impertérritos amigos del Pakistán, tras una épica y chiflada incursión por los campos de Andalucía, se han ocupado en extraer, rajando primero el bulbo, aglutinando todo su caldo y desecándolo después al sol. Contemplo la caldeada colilla del Chester humeando entre mis dedos, ese milagro de la combustión resulta la realidad más tangible que tengo a mano. Dentro, empiezo a cocer asombrosas reflexiones que vienen rodadas, como las escenas de un cinematógrafo. Inquiero algo acerca de los alcaloides, de los otros alcaloides, los tóxicos a los que se la gente se entrega cuando llega a casa tras sus actividades habituales y siente el peso de la vaciedad caer sobre sus espaldas, los tóxicos que son mucho peores que el opio o el hashís; los diarios, la radio, la televisión, las adormilantes sectas de Youtube. Mientras hago estas disertaciones, una oruga amarillenta cae en mi hombro desde la pinaza, permanezco inconmovible mientras la contemplo reptar ante mis narices. Los tóxicos auténticos lo dejan a uno en libertad de soñar sus propias ensoñaciones –rumio-, pero estos tóxicos moralizantes lo obligan a uno a tragar los sueños pervertidos de hombres cuya única ambición consiste en mantener sus puestos, en atención a lo que se les exige que hagan. Esta clase de alcaloides regularizados no molesta en nada a los gobiernos, ni a los banqueros podridos, ni a las corporaciones demoníacas, al contrario, consigue que hombres cuyos salarios apenas permiten asomar la cabeza entre las aguas no agarren un hacha e irrumpan en una sesión del parlamento dispuestos a tomarse el asunto por su cuenta. Mientras tanto, se penaliza a quien trata de ganarse la vida vendiendo… ¡cuando es la administración quien debería regularizar, someter al famoso control de calidad y distribuir legalmente las substancias! Resulta de una grande leprosidad moral, de un sadismo fuera de lo común que pone los pelos de punta, el que los gobiernos tiendan la boina en las incautaciones, mientras los consumidores tienen que apañárselas con mierda cortada con todo tipo de veneno, ¡con líquido de batería!, que han de ir a buscar hasta el más perdido de los muelles, hasta la más estrafalaria bocacalle. Mierda que sería cuanto menos algo más natural, menos nociva, si estuviera sujeta a controles de sanidad, como el resto de productos que pululan por el orbe. Ahora la viscosa Oruga se ha colado en el bolsillo de mi camisa; tengo unos Chester´s, un lapicero romo y una Oruga peluda. A todas luces, el estúpido capirote del tatuaje en el cuello que ayer abordó a Camile, no se hubiera comportado como un chivo en celo si hubiera estado mascando hoja de coca en lugar de Nolotil triturado. Esto me lleva ipso facto a la ominosa hipocresía consentida en que están sumiendo al mundo, esta suerte de intervencionismo moralizante, voraz y absorbente como jamás se había visto, que se inmiscuye en las esferas personalísimas del individuo en aras de esa clase de seguridad que se respira en el cementerio, y que les viene como anillo al dedo para justificar los grilletes y mordazas y cámaras de video-vigilancia que nos garantizan una vida salubre, higienizada y moribunda. Tomo a la oruga en la palma de la mano, me aseguro de que puede verme o cuanto menos intuirme, y ensayo con ella mi discursito; ¡Óyeme demagogo! ¡ Escucha esto chiflado religioso! ¡Atiende malévolo corporativista! ¡Pon la oreja siniestro tirano! ¡Escucha bien señor presidente!… ¿Qué hay con que uno tome cada mañana para almorzar un bistec rociado con salsa de chinchetas y clavos, a quién importa si acompaño todo esto regando mi estómago con una copita de ácido prúsico, y quién ha de vetarme a hacer todo esto, quién cree tener más potestad sobre mi cuerpo que yo mismo, y lo que es aún más lunático, quién se atreve a modular las tonalidades de mi espíritu, de mi consciencia? La Oruga mira al orador golpeado, la Oruga cierra sus ojos y se echa a temblar. ¡Elevarán una gran fortificación donde repose la nación más segura del mundo y, cuando echen los goznes y cierren las puertas repararán en que todos los que han quedado dentro presentan el tono azulado del cadáver.Apenas han transcurrido dos días con sus dos noches desde que muriera el Gran Prócer Madiba, el verdadero emancipador del sud de África, Nelson Mandela, y las mismas hienas que lo hubieran llevado de vuelta entre rejas por un puñado de monedas, están hoy congregadas en su sepelio con falsarias caras de circunstancias, dorándose la píldora unos a otros, aprovechando la ocasión para ventilar algún negocio turbio junto a la capilla ardiente del gran hombre. Día a día, esta hedionda y asquerosa escala de valores se ve manifestada axiomáticamente en todo el arsenal de fruslerías y cachivaches que van metiéndonos con cuña, pequeñas personificaciones de las monstruosas mentes retorcidas que las engendran, que tienen que engendrarlas para seguir pugnando en el mercado de la demencia, secadores de pelo cu-cut, tazones comestibles, absurdos teléfonos con rayos láser, pedazos de caca reciclables, inodoros invisibles, inadvertidos aparatos de aire acondicionado, mastubadores humanos, aviones indestructibles, salchichas bomba, lechugas auto-florecientes, libros que leen solos, felpudos que dan los buenos días… Mientras, en sus escuelas se incuba poco a poco otro Jack el Destripador, uno que crecerá frustrado, vilipendiado y escupido a manos de sus compañeros de aula por no pertenecer a tal o cual frontera artificial, o por no poseer una u otra maquinita desternillante. Y cuando ese aciago florezca, no será un día de sol pequeña oruga…

 

blog 42

 

Elevo el pescuezo sobre la línea Maginot que el opio ha establecido entre el mundo de las ideas y el mundo exterior, el de las formas. El mito de la caverna, las sobras jugando fuera. Traspongo el umbral de la vida interna para salir a campo abierto. Puedo ver a mis amigos tirados sobre las briznas de hierba, junto a los vagones destartalados. Tomo entre los índices a la suave Oruga, poso su mullido cuerpo sobre una pequeña hoja de morera ¡arrivederci pequeña amiga! ¡Y no olvides lo que te he dicho! Me acerco junto a la trouppe. Cuando llego están en mitad de una acalorada discusión. Ghulam y Tariq están hablando en Urdu. Camille permanece sentada con los brazos rodeando sus rodillas, contemplando la escena con gesto aburrido mientras juguetea con uno de sus cordones. Tariq parece encendido, gestualiza ágilmente, hace molinetes con los brazos y no para de pasearse de uno a otro lado. Su mujer ha estado llamándolo a filas a través del teléfono. ¡Está como loca! dice Tariq. El niño ha pasado la noche llorando y con unas décimas de fiebre, ella ha pasado la noche tratando de localizarlo, pero éste ni mu. Hors de combat. Así que ha tenido que improvisar una excusa. No ha podido encontrar algo más rocambolesco; ha estado comprando una camisa. Después ha perdido el tren y ha decidido hacer noche en Barcelona.  <¡Coño! ¿no has podido encontrar algo más verosímil?> Sostiene una lata de cerveza entre los dedos, va echándose al coleto largos tragos, como si tratase de agua. <No, la cabeza muy loco tío. Ella gritando todo el rato, muy fuerte, niño gritando y llorando todo el rato, yo gritando y gritando. Ella oír ¡paff, paff! de disparo. Yo decir ella que coche estropeado. Mucho problema amigo. Ahora tengo que comprar una camisa.>

¡Ah! ¡El carácter pakistaní! Estos camaradas oriundos de Karachi, no pueden expresarse si no es al máximo… No pueden llevar a cabo nada que no nazca en su máxima expresión; si se trata de jodienda, entonces es la mayor de las jodiendas; si se trata de recato, viven tan comedidamente como pajarillos de invernadero; si deciden llevar una vida religiosa, lo hacen al pie de la letra, como sólo lo ángeles o los santos podrían. Recuerdo cierta aserción que Ghulam soltó una vez, como respuesta a mis averiguaciones acerca del Ramadán y que tiempo después, cuantas más vueltas doy entorno a ella, tanto más siniestra y aterradora me parece. Esa clase de postulado que da libre curso a toda acción, por macabra y desquiciada que ésta sea. El cuadro era formidable, digno de un William Blake o un Edward Hopper. Habían instalado un Kebab debajo del cochambroso piso de alquiler en que vivía entonces, uno de los primeros que abrieron en la ciudad. Descendí los dos peldaños que dan acceso al Kebab, pasando junto a los fardos de sudorosa carne que giraban sin tregua, hasta llegar a la máquina de tabaco. Al fondo del tugurio se vislumbraba la adusta figura de mi amigo, parsimoniosamente sentado en una silla, con el torso flexionado hacia adelante y un pie descalzo sobre la rodilla. En su mano derecha refulgía una enorme cimitarra árabe. Cuando me aproximé hasta él con la idea de pedirle que me cambiara unas monedas para sacar tabaco, vi que estaba cortándose las uñas con esa especie de sable curvado. Uno como el que debió empuñar Boabdil el Chico en sus escabechinas. Ghulam no debía llevar más de un mes en la península por entonces, y no le resultaba en absoluto embarazoso podarse la uñas con un sable en mitad del restaurant. Viendo la total inocencia con que se conducía, sentí la necesidad de ponerle sobre aviso acerca de nuestras moderadas y falsarias costumbres. Le dije que la gente de por aquí iba a tomarlo por un chiflado si andaba por ahí con ese sable. Estuvimos de cháchara un buen rato, sorbiendo un delicioso té con leche que preparó en un abrir y cerrar de ojos. En algún punto de la conversación le ofrecí un cigarrillo. No podía fumar, estaba de Ramadán. ¡Caray, no sé como podéis arreglároslas para seguir un régimen tan estricto durante todo un mes! Yo no podría –le dije- ,mi voluntad me juega malas pasadas. Entonces alzó la cabeza y se quedó mirándome fijo a los ojos. Su mirada parecía absorber toda la serenidad de la atmósfera y, esbozando una misteriosa sonrisilla de antílope, musitó; “No existe una sola cosa que un hombre de fe no vaya a hacer por Dios”

De vuelta a la ratonera. Tariq está electrizado, la alocada idea de la camisa ha enraizado y se ha hecho fuerte en él, al punto de llegar a obsesionarle. Es vivo, ágil, inteligente, astuto…pero puede empecinarse en algo tanto como el más testarudo de los alemanes. Ante otra clase de motivos me hubiera negado en redondo a acompañarle, pero resulta que Tariq, a pesar de sus enormes patinazos para con ella, vive enteramente entregado al amor de su mujer. En su inocencia casi preescolar, aupada por los coletazos de un vórtice interno de opio y alcohol que aún rebulle, cree que su mujer va a pasar por alto los hematomas, los cortes y magulladuras sanguinolentas, siempre y cuando él se presente en casa con una camisa impoluta. Así, ¡Tout par la chamise!. Lo que podría ser una cuña que anunciase a los marcianos nuestra manera de ser tan desinteresada.

Dejamos atrás la vieja estación de trenes y nos dirigimos como un tiro hacia Barcelona. El Peugeot corcovea como una novilla bajo un chaparrón cada vez que Tariq hunde el pie en el pedal de acero. Un poquito más de presión y todo saltará por los aires. En uno de los peajes hago una guiñada a una tía que ha parado al lado su todoterreno. La gachí echa un vistazo al interior del coche y escupe a través de la ventanilla. La escupida produce un chasquido curioso, sordo, contra el pavimento. Luego acelera y sale espantada, quemando las ruedas. En su mirada llena de asco adivino que si hubiera podido matarme allí mismo, a sangre fría, sin que nadie la viera, no hubiera dudado un instante. ¡Has estado muy brusco! –me hace notar Camille. Es el jugo de Estramonio, que recorta con una enorme tijera todo aquello superfluo, dejando a la vista únicamente la anchoa que hay dentro de cada aceituna. ¿Urbanismo, educación, civismo, cortesía, lenguaje…qué es toda esa jerigonza? ¿A quién puede interesarle lo fútil, cuando se encuentra en el mismo epicentro de la cosa? ¿Quién puede pedirle al diablo que espere mientras uno va a hacer aguas menores?

Diviso una serie de granjas salpicadas a lo largo de la autopista, los panzudos depósitos de agua, las pilas de trigo, el ganado perdido. El resto son naves, fábricas de cemento, vertederos de electrodomésticos, todo lo que entra y sale por la puerta trasera de la civilización. Los postes de teléfono atraviesan a cien por hora haciendo intermitente a un lejano pueblecito. Reparo en la Moreneta, que asoma a lo lejos como unos cuantos pigmeos con las lanzas alzadas. El contorno de serrucho, los dientes picados de Caoba, las garras vueltas hacia el cielo. Y arriba del todo; el pedrusco a la obstinación del hombre. Suba ud. hasta los brazos de la virgen mediante nuestro teleférico por la módica suma de cinco euros con cincuenta. Los cargos públicos y eclesiásticos, los trabajadores del teleférico, los parados y los veteranos de guerra, las embarazadas y parturientas, los amputados y los desvalidos, gozan de un descuento especial. Todo parece indicar que un hombre sano no debería subir ahí. El Peugeot nos desliza a paso firme hasta la periferia de la ciudad. Tariq sigue con un solo pensamiento en la mente: encontrar una buena camisa. Cuando llegamos a la Avinguda Diagonal recapitulo que esta larga avenida es la raja transitada de la enorme mujer, siempre abierta y solícita, llamada Barcelona. Todo quien entra o sale de ella lo hace por aquí, y ella os acoge en su cálida matriz llena de luces y chirivías. Utiliza un perfume caro y cuando os movéis por sus entrañas debéis pasar luego por caja. De camino a una camisería pakistaní en la calle Doctor Dou rebasamos un camión, hay algo que me llama poderosamente la atención, algo que en otras circunstancias hubiera pasado por alto pero que ahora está absorbiendo la atención de cada una de las antenas de mi parabólica, hipnotizado y con las varillas desplegadas ante algo tan ineludible como el oso blanco de Tolstoi, algo semejante a una sanguijuela de la que no puedo desprenderme que se ha pegado a mis ojos. Leo esto en uno de los laterales del remolque pintado con letras de medio metro;

“Estás de suerte; ¡Dios está en tu corazón!”

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*Laszlo García se reserva los derechos de autor de este texto.