«Bloody Mary»

Publicado: mayo 22, 2015 en Artículos
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Ésta es la puerca soledad que hiede a tumba. Embreado estoy todo en ella, vacío con ella. No es casualidad que estoy sentado en el café y ella me impide negociar la vida con mis semejantes. Ella rueda por los filos de los vasos y agua el alcohol. Todo lo agua en realidad, pegada permanece a todas las cosas y a mí, siempre me persigue. Tan harto estoy de este maldito sepelio, de que finalmente todo desemboque en borrajas, que acaso se me permite una pequeña toma de aire y otra vez la asquerosa mano hunde mi cabeza entre las aguas. Entonces al mundo vuelvo a estar vedado, y el pan es insustancial, y las miradas son tapias que se levantan y las palabras de la gente pasan a mi lado como esas palomas en las que uno recaba sólo cuando aprecia su sombra alejándose a ras de suelo. Levanto entonces la cabeza al mundo y me canso prácticamente al primer vistazo. Una y otra vez vuelvo a mi cubil y allí me quedo asfixiándome a conciencia en un tono muy aniquilador, muy suicida. En ese cubil encuentro mi mundo, me dispongo enseguida una botella de Málaga, aparto de un golpe una pila de libros y escribo alguna maledicencia sobre mi propio tejado. ¡Es así, nada encuentro más entretenido en estas ocasiones que lapidarme como un Jesús! Una composición bien curiosita a propósito de la navaja de afeitar, un poema que hable de una muerte suave, de la áspera pero reconfortante textura de la soga o el lento sosiego de la píldora. Francamente, resulta un trabajo escupir el hálito sobre un papel cuando se está así, tal como estoy, con los pies en el cemento. ¿De dónde libar la energía suficiente para seguir ahora que ella no me ofrece de entre sus muslos el cáliz del placer, ahora que su mirada se ha tornado aniquiladora como un cuchillo taleguero  y sus palabras gustan de volverme un majareta? Yo no puedo mover en esta ocasión una maldita pluma de gaviota, yo no puedo sentarme a la mesa ni salir de este tabuco. Yo le dije; tengo el maldito TOC, y ella fue hasta el centro mismo de mi existencia y colocó allí una serie de fantasmas. Vino una tarde con una abultada bolsa colmada de ellos y los soltó en los pasillos de mi cabeza. Ir al amor con el corazón al descubierto… ¡ah… era un camino sin retorno al matadero! Pero yo estaba dispuesto a beber los vientos, a morder la hiel por despertarme junto a  ella. Y ella estaba  dispuesta a toda hora, como un pedazo de madera que se abre con la proximidad de una fogata. Vive dios que he conocido mujeres ardientes, mujeres que adoraban el sexo y a las que les encantaba follar; pero no he conocido una mujer que se muriera por un polvo con semejante desesperación…;  en una danza a vida o muerte. Eran los días de la jodienda más brutal y perturbadora  y nuestros cuerpos rodaban sobre una misma rueda; nuestros líquidos corrían en una misma alcantarilla, nuestros latidos bombeaban a la par y todo era puñeteramente hermoso y radiante. Los dos sabíamos de la alquimia interna de Lao Tzu, devolverlo hacia adentro una y otra vez, mantener el círculo cerrado, y durante aquellas noches no existía un mundo fuera de sus sábanas, y en aquellas noches saboreamos la eternidad. Justamente esa mentida realidad, tan nítida y verosímil entonces, torna ahora los días en horizontes trabajosos, cansados, quien sabe si en días equivocados. ¡Qué enorme riesgo entraña, que peligroso resulta intentar mantenerse como niño, que apabullantes son los golpes cuando uno permanece inocente, cuando uno cree, cree ciegamente y dice mira, estás son mis venas, rájalas si gustas, mi sangre sólo sirve para que te despaches a gusto!. Es una historia que termina aparentemente en una estación de tren, a altas horas de la madrugada, con los pies en mitad de la vía, bien para recorrerla hacia cualquier punto o bien para detener el tren definitivamente. No tengo la menor idea de hacia adonde me dirigí, no sé qué pasó entonces, ni que salvoconducto utilizaría para salvar la pelleja. Creo que lo borré de mi mente,  lo recorté como se secciona un dedo uno que ha pillado la gangrena y prefiere poner a salvo el resto. Ahora vivo en esa serenidad oriental en que puede oírse el bufido del ventilador, el crujir de las hojas y el rumor del oleaje. Es una temperatura tibia que he tenido a bien elegir para mi madriguera, para poder discurrir y vivir tranquilo entre infusiones y esa clase de mierda que uno se toma después de que algo ha producido una buena sacudida en las conexiones neuronales. El sol de la estación plateada barrena las tardes con múltiples chorros de luz, oigo piolar a los petirrojos y todo parece en su sitio… Todo está sospechosamente en su sitio, todo está maravillosamente muerto, todo asquerosamente en paz. Y ahora que bebo el veneno de la soledad, y lo mismo me da si a trochas o a mochas, te encuentro fisgoneando por el ojo de mi cerradura. ¿Qué demonios puede hacer un hombre cabal con una chica como tú?

 

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* Laszlo García se reserva los derechos de autor de este texto.

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