Prelude
Cuando la industria dictamina aquello que es y aquello que no es arte, es axiomático que todo lo que puedan poner sobre el mostrador donde se amorra la turba social adquiera la forma de bulbos sospechosos, epicenos y castrados, andróginos culturales volubles como pompas, bisoñés, postizos, fuegos de artificio y fraude perfumado con eau de boheme. El verdadero arte jamás podrá verse maniatado al cumplimiento de un encargo, no puede cerrar sus filas ante el especulador de turno, no sabe de las exigencias y caprichos de una moda fugaz. Cuando esto ocurre el ente creador se diluye despacio – ni siquiera muere- en las aguas de la corriente, en el mundo de las hormigas y las abejas. La pulsión creadora no nace en la mente, donde domina la lógica y el pragmatismo, y no nace en el corazón. Nace en un territorio por conquistar, absolutamente desconocido y peligroso, donde los temerarios se aventuran con linternas y piolettes siempre bajo el prurito –en términos freudianos- de matar al padre, de poner patas arriba el estado de cosas dominante en la sociedad que le rodea. Nace en el justo medio del plexo solar, detrás del estómago, donde se unen las terminaciones nerviosas del cuerpo y el espíritu, impelido por eso que D.H. Lawrence bautizó como “conciencia de la sangre”. Esa conciencia de la sangre responde únicamente a impulsos primarios, cavernarios e instintivos, donde se baten a espada el fuego y la materia. Los riesgos son los mayores; quien tenga la osadía de crear debe correr bordeando los propios límites del espíritu, siempre fregando el guarda-raíl. Al rebasar ese margen se encuentra tête à tête con la locura. Tal y como yo veo las cosas la manifestación artística vive en la obstetricia de un vientre descontento, en un líquido amniótico agriado, y tiene en su alumbramiento la misión de cambiar el orden prevaleciente. Se asemeja en esto al Ecce Homo, la imagen del Cristo ensartado en la cruz, cuya misión en la tierra fue enseñar mediante un gesto definitivo y revelador que pudiera agitar la conciencia de los hombres, aún a cuenta de la propia muerte. Así cómo el occiso en la cruz a manos de la turba significó una muerte vivificadora, una muerte para la vida, el martirio que vive secretamente el alma del creador se convierte en luz cuando es arrojado a los ojos del mundo. El extraño saurio pone el huevo que tenía embotado en las entrañas y sale a dar un fresco paseo. La tarea de tracción, seccionamiento, disección con pinzas Koch, embalsamamiento y el cortar la yema del huevo es trabajo de vampiros; críticos, correctores de estilo y otras rémoras que viendo frustrada su vocación viven de sus contrarios. Resulta imposible visualizar al artista esperando una retribución a priori; crea porque está en su naturaleza, no sabe hacer otra cosa, y si caen en su vieja boina algunas monedas sabe bien que son de prestado y las emplea para mantener la cabeza sobre la línea de flotación. Comprará lienzos, tubos de pigmento, licores y cigarrillos… todo lo necesario para seguir su periplo hasta la próxima fusión fría, la siguiente pugna que desplace un átomo de verdad hacia la superficie, una y otra vez, a izquierda y derecha, maniobrando a tientas, aniquilado y resucitado en cada obra, y así hasta la postrer sublimación. “El artista se debe a su público” dicen por ahí. Lo que yo digo es que os están tomando el pelo. Lo que digo es el cuento al revés; “el público (se) debe a su artista”. ¡Y cuánto y tan caro nos debemos a él! ¡Con cuánta iluminación, plenitud, gozo, alegría, clarividencia, estremecimiento y aprendizaje nos ha envuelto a costa de su alto negocio con ángeles y bestias inmundas! Recuerdo cuando mi hermano puso ante mis ojos El Idiota. Leer a Dostoyevski por primera vez supuso un cambio completo de plano, fue un acontecimiento tan importante en mi vida como el primer amor. ¡Pero el artista se debe a su público…,- claman los voceros del mundo– y el acné aparece por encerrarse en el baño y por no pisar la iglesia, y ya puedo sentir la lava de una arcada viscosa, borbotando espasmodicamente, convulsionando, subiendo tráquea arriba con la inmanencia de salpicarlo todo!. Propongo que ahora, -improbable y querido lector- caminemos juntos de la mano hacia la húmeda cárcel Siberiana donde los estratos dominantes –los portadores de le intouchable raison de la época- mandaron a este genio creador, a este coloso ruso que todo cuanto escribió fue para siempre, pidamos un vis a vis con el viejo Fiodor y reclamemos lo que nos debe. Viremos por un momento hacia el manicomio donde Nietzsche vivió sus últimos días y entonemos para él la frasecita de marras, movámonos hacia la vaciedad del estómago hambriento de Van Gogh y mascullemos esa canción; ¡El artista se debe a su público! ¿No te has enterado, Vincent? ¡Pues empieza por cortarte el pelo y buscar un empleo serio!, ¿crees que tu no vas a pasar por caja, que puedes seguir en deuda con nosotros eternamente? ¡Antes de que eso ocurra te volveremos tan loco que acabarás por arrancarte de cuajo tu propia oreja!
Quiero presentaros a algunos artistas verdaderamente poseídos con quienes he ido cruzándome en el camino. Estos poseídos son del tipo “que se debe a sí”, no se vendieron ni se venden barato, son implacables en la certeza de su arte y día a día se afirman en su creación, hacen luz de gas al silbato que llama a cuadrar filas y su meta –puedo afirmar, ¡de existir alguna meta!- no responde al tintineo de unas monedas, sino al arte en sí mismo; punto de partida y viaje de regreso a casa.
El invariable y poseído Rey del Regaliz
Cuando echo un vistazo alrededor no puedo dejar de contemplar la devastadora estampa de hombres que permanecen amarrados a la tierra con gruesas cadenas, como barcos en el amarradero. Los menos de toda esa humanidad, hombres rebeldes dotados de una fuerza y pureza de espíritu anómala, consiguen separarse de la huella del desmonte que va dejando tras de sí el redil de cabras y ovejas que a todo contestan afirmativamente. Estos rebeldes forcejean consigo y la sociedad hasta partir la quilla del barco. El invariable poseído Migué Benítez bombea el corazón con el frenesí de una manada de bisontes, apoyado en las patas traseras da el último tirón y avanza llevando a rastras un enorme terrón conglomerado de tierra que permanece uncido al último eslabón con que la cadena lo tenía sujeto al pavimento. Suelto, libre, desenraizado, el poeta encadenado ha puesto a bailar los corta-fríos y el acero ha cedido, va tocando trompeta, va dando brincos formidables, hace un pito catalán a los guardias civiles de la garita y sale zumbando, haciendo cabriolas sobre la rueda trasera de su podenco; maneja el gas con la derecha, con la izquierda hace danzar una botella al viento. Es un Atila que ha florecido en los suburbios y como el caballo del Huno guerrero allí donde las gomas de su potra tascan no vuelve a crecer la hierba. Deshace el puente, esconde los cables por dentro del bombín y clava el estribo. De la casa de las amapolas emergen sones de timbales árabes y tiranteces de cuerdas flamencas, el resto de la tribu lo espera con flechas de ansiedad, los otros delincuentes están batiendo palmas cuando hace su aparición el Rey del Regaliz. De un oscuro rincón sale al viento un halcón, libre, como las olas del mar; es la voz del migué que va poniendo a tono su garganta. El moribundo ídolo de madera queda reducido a cenizas cuando hace su puesta en escena el ídolo de corazón y arteria. La grabación ha comenzado y en todo Jerez de la Frontera puede oírse el estremecimiento del animal salvaje que ahora canta desde el sótano de la sangre. Las blancas calles empedradas, las plazas y comercios se han detenido, sólo un viento revoltoso cruza los pasillos de la ciudad subiendo hacia el cielo las bolsas de plástico y algunas plumas de paloma. En el estudio de la tribu delincuente de los Matajare las luces que alertan del On The Record están en verde. El invariable poseído Migué Benítez comienza su canción. Es la tonada del lobo solitario que se desenvuelve liviana y fraternalmente entre los hombres porque los ha trascendido, es un Santo y la luna es única compañera de francachela cuando todas las conexiones están cortadas. No es un errabundo que vaya a quedarse transitando una vía muerta ni es de los que se encierran, el pescado viene negro y pone en marcha un truco de avanzado escapista; va a prometerse en matrimonio con la luna, lo tiene todo ordenado en la chola. Ha encontrado un bonito Edén para Eva, no faltan guitarras ni bolitas marrones, le tiene flores malva en las jardineras y una caja de cartón para poderla amar. A esa luna suya eleva desgarradoras alegorías mientras las falanges de sus dedos se mueven con asombrosa agilidad danzando de cuerda en cuerda, de rama en rama, picando la caja con duros nudillos, marcando los interludios, avanzando a machete con furia y pasión increíbles, y en la garganta la carótida amoratada a punto de estallar empuja la sangre sosteniendo en alturas inconsiderables la áspera y rota voz que va cantando al pálido astro; “Me tiene y me entretiene, juega con mis cascabeles por la noche, en la oscuridad. Le estoy haciendo una carreta pa que suba y baje en ella con las alas de cristal. Yo siempre la querré, ella me hace florecer, como el moho en la chatarrería…”.
La ordalía ha sido establecida, los sones sagrados de la sangre han alcanzado las orejas de los hombres, ahora el gran cebú duerme enterrado en la hierba hasta la papada. En el lapso de estos nueve años, los homenajes y reverencias al poeta se suceden in crescendo. Hace exactamente un mes y catorce días el invariable poseído Migué Benítez hubiera alcanzado la edad de treinta años. Uno no puede dejar de contemplar lo que hubiera sucedido si este Rimbaud de Jerez hubiera alcanzado la edad madura. Su poesía plena, completa, irreverente y honesta, cargada de símbolos e imágenes brotó con la fertilidad del manantial que mana agua purificada. En su pecado podemos encontrar la marca del poeta, su inocencia absoluta. Decididamente sumergido en la boca del diablo, desafiante, conocedor de su Don singular se entregó en cuerpo y alma a él hasta caer exhausto. Su grito desesperado a la vida enmudece las sirenas de los patrulleros que, persiguiéndolo de vagón en vagón, lo intentaron fijar a la tierra. Hoy el gorrión vuela tan alto como el corazón humano alcanza a ver, y su canto se esparce como pólvora por las cuatro esquinas del mundo. Hoy el aire de la calle nos huele a las canciones del migué.
· En este punto te pongo el sello en el dorso de la mano para que puedas volver a entrar cuando gustes. En el siguiente post hablaremos de otros artistas poseídos.
*Laszlo García se reserva los derechos de autor de este texto.