«Boudrouff; Una historia brusca». Relato corto.

Publicado: julio 5, 2013 en Artículos

 

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Desde el barril donde estaba sentado en la tosca sala de madera salpicada de serrín del bar Bodegó en el barrio de pescadores, podía ver el esplendente cristal de la lonja al final de la calle recortado en dos mitades por la enorme y desarbolada silueta de Boudrouff , que caminaba con paso arrastrado y cabeza colgante hasta el bar dónde de vez en cuando nos reuníamos para beber. Era un barrio de casas bajas y unas doce o quince calles. En el mes de Febrero, cuando subían las aguas y los diques se iban de madre, el barrio se llenaba de toda clase de peces brillantes que quedaban atrapados en los recodos y alcantarillas de las calles, asfixiándose al sol cuando la barriga del mar volvía a posarse un escalón por debajo. Durante el curso de varios días una ráfaga maloliente de pescado podrido se paseaba trasponiendo puertas y cerrojos, impregnando  las callejuelas y plazas del barrio de un olor tan denso que podía mascarse. Una befa hedionda que enverdecía los rostros de los peatones. El trabajo de los gatos de cuellos hábiles arrancando tiras de carne blanca con eléctricas sacudidas y las partidas de salubridad del ayuntamiento no conseguían aplacar la peste hasta que habían concurrido unos días. Boudrouff recaló hace ocho años en el barrio de pescadores procedente de la Carcassonne, desde entonces, tiene el pellejo y las ropas impregnadas de ese hedor a pescadería.

Los tragos corrían habitualmente a cargo de Eulali, un Ampurdanés diminuto  aficionado a parlotear de putas y alimentación ecológica, que se encargaba del bar, y que nos suministraba el pimple a cambio de ciertos encargos de distribución. El santo y seña era un golpe en la vieja lámpara de la entrada. Bou traspuso el umbral como tantas otras tardes, como casi cada tarde, caminando de ese extraño modo en que los pies se mueven en cuña formando una uve que va barriendo la calzada. Los pequeños ojos de ardilla de Boudrouff, dos cojinetes negros incrustados al tun tun en mitad del pálido rostro, parecían saltar como cabras alimentadas con cocaína la tarde en que nos contó aquella historia de la faraona.

Como cada mañana Boudrouff salió espantado de su casa, con los calcetines y zapatos en la mano , maldiciendo a voz en cuello a su mujer, Marion. Ella era una mujer fría. Se mostraba gélida como un témpano con su marido. Las peleas entre los dos se habían convertido en moneda común, el disturbio, la confrontación, los insultos, el rencor, empezaban a mellar la relación igual que una caries descuidada. Era una estampa de lo más corriente encontrarse al pobre diablo con la cara repleta de arañazos. Cuando perdió su empleo como troceador de atunes en el almacén de congelados, los billetes empezaron a esfumarse y ella dejó de darle mortadela. Apenas se acostaban. Lo tenía apartado en el dique seco, no se dejaba meter un solo gol; él se acercaba y la apretaba contra su cintura y ella se escurría como gelatina o se comportaba con tal sequedad que él no tardaba en abandonar. Marion en cambio era de lo más cariñosa con los amigos de Boudrouff, y les plantaba su trasero redondo en mitad de la cara cuando se arrellanaban a beber cerveza en los sofás de su casa, después les pedía que le pellizcaran el culo y les invitaba a hacerle una visita cuando su marido no estuviera en casa. Boudrouff permanecía sombrío y reflexivo, probando la amarga hiel a grandes tragos. Yo no podía ver a aquella puta zalamera, desde el primer día en que nos presentaron advertí que iba a tener a Bou danzando alrededor del cráter de un volcán. Durante un tiempo, cuando estaba solamente en el nadir del descubrimiento de su mujer y todavía permanecía poseído y ciego, empezó a destinar el dinero de la ganja a pagar a su mujer para que se fuera a la cama con él. Entonces ella se volvió todo miel y complacencia. La cosa funcionó durante algunos meses, pero los ingresos eran intermitentes y al poco tiempo volvió a ser como antes.

 

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El portón de la vieja casa espetó como el último coletazo de una traca detrás de Bou. Sapos correosos, blasfemias y gas mostaza brotaban a chorro de la boca de Boudrouff mientras caminaba descalzo hasta uno de los bancos de la calle con los zapatos, calcetines y camisa colgando de una mano, y trazando gestos groseros y desesperados con la mano izquierda . En su mente zumbaban ruidosamente todo tipo de vías de escape. Maquinaba hacerse con un cacharro y desvalijar el cajón de la gasolinera, un billete de embarque a cualquier parte y chiau chiau, se fini; hipoteca, catástro, facturas de luz y agua, mujer, padrastros en las manos, úlcera y disturbios espirituales liquidados de una sola tacada. Componía miga a miga toda suerte de delirios en su chola para alejarse, para desembarazarse definitivamente de aquella mujer cruda y hostil.

Deambulaba sin dirección fija de calle en calle, sumido en un profundo paroxismo, cuando algo en su bolsillo empezó a sacudirse. Miró la pantalla del teléfono. Una figura verde parpadea en uno de los vértices de la pantalla. <Ols, estoy On Fire, ¿vienes?>  <¡Claro! Estoy en 20´> <Ardo. No me tardes> <¿Dónde vives?> <República 10, 1º 2ª, esc B> <¿Sigues guay?, estoy llegando…> <¡Corre!>  La faraona era una mujer hermosa a matar y reactiva como goma 2, los signos de la raza gitana se manifestaban mayestáticamente en sus largos ojos negros y encedidos como dos tizones al rojo, una mirada despiadada y fulminante, la piel de barro y un culazo oferente y pleno capaz de eclipsar el mismo sol. No había hablado con ella más de dos veces, y siempre sucintamente. No tenía la menor idea de porque la faraona lo había elegido a él para su lasciva complacencia de aquella mañana de resaca y cielos color butano. Brincó de dos en dos los cuarenta peldaños hasta poner el pie en el pasillo y caminó hasta el primero segunda. La puerta permanecía entornada, dentro se percibía una obscuridad boca de lobo. Una voz jadeante llegaba  del fondo de la casa <Estoy aquí, entra…>. Se atiesó el cuello de la camisa, dio un respingo hacia delante y entró. La fuerte fragancia de incienso de limón chamuscado se colaba a través de las aletas de su nariz. El olor amargo del moho de la estancia cerrada a cal y canto, los efluvios y vapores del sexo impaciente podían percibirse aquí y allá. Oliscando ese rastro tropezó con la pata de algo que parecía un piano, luego se golpeó la cabeza con un falso techo. <Estoy aquí, por aquí…> seguía cantando la voz. En la habitación de la que provenía la voz reinaba la penumbra absoluta, nada podía distinguirse allí. <Túmbate aquí, ven, aquí a mi lado…> Tanteó el espacio, se sentó en el vértice de la cama y se descalzó. Una mano súbita lo aferró de los pelos y colocó su cabeza entre dos muslos prietos y flexionados antes siquiera de que hubiera podido quitarse los gallumbos. Sintió la aspereza de una ruda mata de pelo en su nariz y colocó la lengua en aquella raja empapada. Los muslos morenos presionaban con fuerza su cuello y cabeza contra la humeda obertura, con cada molinete de la lengua la faraona se retorcía en un espasmo tembloroso que sacudía todo su cuerpo de la punta del pie al cielo de la boca. Cuando esa clase de muerte se acercaba ella lo apartó de un empellón, le pasó la mano por la boca secándole el impregnado mentón  y lo hizo tumbarse a lo largo de la cama, templó entre sus manos el enhiesto pedazo de carne y se lo llevó a la boca con la naturalidad con que una yegua baja la cabeza hasta la hierba del prado. Boudroff permanecía en trance cuando ella abrió con un movimiento rápido el cajón y extrajo los grilletes. Cuando quiso darse cuenta estaba esposado al cabezal de forja, ella parecía tener una enorme destreza en engrilletar a un hombre. A pesar de lo enrevesado de aquél cuadro, él se sentía formidablemente. Reparó en que la cama estaba llena de restos de chicle que estaban enganchándose en su pelo corporal. La faraona había desplegado un chal y lo hacía resbalar sobre sus pezones largos e inflados, luego le agarró la verga, enroscó el chal alrededor y empezó a moverlo arriba y abajo mientras le hablaba de los signos del zodíaco. Los acuario como Boudrouff eran leales, generosos, apasionados y tenían dificultades para olvidar un mal golpe. Era una mujer generosa y repartida, y cabalgó sobre Boudrouuf con la furia de un acorazado hasta caer doblada. Él no lo consiguió hasta que logró que ella accediera a quitarle las esposas. Un chorro de luz rosada se posó en la espalda de la faraona cuando Boudroff encendió el flexo para poner a rodar un disco de Paco de Lucía que había por allí extraviado. Era una espalda hermosa y firme, tachonada de lunares. Fumaron de una chinita que ella escondía en algún cajón, luego ella se metió al baño a lavarse y se arrancó con una de las canciones que sonaban por el altavoz con esa profundidad de tono con que sólo los miembros de la etnia gitana son capaces de cantar, expulsando todos los demonios en un grito agónico y eterno. Bou estaba echado sobre la cama apurando la colilla entre los labios cuando ella le ordenó que se marchase, pero antes, dijo, debes hacerme la cama. Así que él extendió aquellas sabanas violáceas a lo largo de la cama, metió los faldones entre el colchón y el somier, alisó los pliegues con la mano lo mejor que supo y colocó las almohadas. La faraona le acompañó hasta la puerta y se plantó ante él clavando en su rostro aquella dura mirada, le enderezó las solapas, y mientras su mano descendía apaisando la vieja camisa, colocó en el bolsillo un billete de 50 y cerró la puerta de un golpe. Durante el plazo de un minuto se quedó clavado contemplando aquél billete marrón, luego se dirigió hacia el Bodegó.

Boudrouff tenía una amplia sonrisa dibujada en la frente cuando acabó de contarnos su historia. A través del ojo de buey podía verse la vidriera de la lonja brillando como un pedrusco. Eulali sacó de la alacena una botella de Borgoña y rellenó los vasos. Cuando se está en una situación de verdadera necesidad –sentenció Boudrouff- acaba consiguiéndose aquello que se necesita. ¡Brindemos por eso Bou!. Los vasos de vino desfilaron como las irrefrenables unidades de un ejército, con paso lento y continuo. Aquella tarde volcamos sobre la mesa algunas historias que se habían cocido día a día en las calles de la ciudad de los petroleros y que habían ido cayendo en el pozo del olvido. Pasada la medianoche Eulali bajó la reja y cerró el chiringuito. De regreso a casa rebasaron por mi lado al menos tres coches patrulla con ese aire sonámbulo y absurdo de patitos de goma girando dentro del cubo, sin embargo, ese matiz color butano de la tarde persistía en el cielo y a todo objeto prestaba su luz fabulosa. Boudrouff había conseguido olvidar el drama de la vida por unas horas. Podría enfrentar la semana con fuerza renovada. Me puse a meditar en lo que había dicho acerca de la verdadera necesidad que se ve satisfecha…No le faltaba una pizca de razón. Lo que no sabía Boudrouff es que entre Eulali y yo pagamos a la faraona uno de los verdes. Así es cómo funcionaban las cosas en el barrio. Cuando se está con el agua al cuello la enigmática maquinaria de la vida pone a girar sus ruedas dentadas y se produce el milagro de la humanidad.

 

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*Laszlo García se reserva los derechos de autor de este relato.

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